miércoles, 25 de junio de 2008

Camaleónicos...


Dejo esta historia de Alessandro Boffa, porque no me canso de leerla. La encontré alguna vez en la red ya no recuerdo cómo ni dónde. La imágen es de Vilmos.






¿Quién te crees que eres Viskovitz?

«¿Quién soy yo?», me preguntaba. Como no encontraba la respuesta, le pregunté a mi padre.

-Depende del contexto -me explicó-. Nosotros los camaleones somos como la pausa entre dos palabras.

-Y... ¿nuestra personalidad?

-¿Para qué quieres una personalidad, hijo mío, cuando las puedes tener todas? ¿De qué te sirve ser tú mismo cuando puedes seducir a saurias fantásticas, obtener buenas notas en el colegio y hacer huir a tus adversarios simplemente diciendo que eres otro? Toma ejemplo de mí, que hoy soy tu padre y mañana quién sabe.

Era siempre la misma historia. Bastaba con remezclar los colores e hinchar un poco los divertículos pulmonares para adoptar el aspecto que quisieses; de manera que no podías fiarte de nadie, ni siquiera de los parientes. No era una casualidad que en mi familia tuviésemos todos el nombre encerrado entre signos de interrogación. Yo, sin ir más lejos, me llamaba ¿Viskovitz?

-Ya no sé qué pensar ni en qué creer, papá, estoy confuso...

-Bravo, hijo mío, si estás confuso ya eres un camaleón como se debe. Y ahora date prisa, es hora de ir al colegio.

-¿Al colegio? ¿Y para qué demonios voy a ir?

-Aprendes a tener a raya esa lenguaza, a no adherírmela a la frente.

-Papá, sabes perfectamente que para el dominio de la lengua vale más un buen beso que mil horas de clase.

-No quiero oírte hablar de besos, Visko. Sabes que son peligrosos, que ligan. Con las hembras es mejor no enviscarse.

-Ah, qué bien, ¿y si estás enamorado?

-Bueno, entonces tienes problemas, hijo. No hay peor desgracia para un camaleón.

-¿Te ha pasado alguna vez?

Pensativo, levantó un ojo articulado hacia la cresta terminal.

-Sí, yo también me enamoré una vez. Pero nunca llegué a comprender de quién. Nunca conseguía distinguirla del fondo; entonces me ponía celosísimo. Si alguien rozaba una rama, yo pensaba que le estaba acariciando la cola prensil; si chupaba rocío de una hoja, creía que le estaba lamiendo una oreja. Si me dedicaba a hacer valoraciones sobre el paisaje... Bueno, entonces creía ver los peores sobrentendidos. Por suerte el amor es un fenómeno térmico, ¿sabes, Visko?, y nosotros, los animales de sangre fría, sólo tenemos que preocuparnos entre las once de la mañana y las dos de la tarde...

Tenía más que suficiente del cinismo de aquel saurio; además, quién sabe si era realmente mi padre. Me despedí y bajé por una raíz colgante, pero en cuanto alcancé el estrato arbustivo, me escabullí entre las selagineláceas y las zingiberáceas. Continué más allá del estanque de los nenúfares, hasta llegar al árbol de la camaleona a la que amaba. Cautelosamente agazapado, muy despacio, trepé por el tronco de una caulífera, cuidando meticulosamente la mimesis para que no me descubriera, y luego me dediqué a gozar de su visión. ¡Ella sí era visible! Estaba mirándose en el espejo del agua acumulada en la concavidad de la hoja de una epífita y, canturreando, se desnudaba, desprendiéndose de la piel en un lento striptease, mientras su cuerpo, en lugar de mimeti-zarse, inventaba fantásticos colores. Oculto tras una orquídea saprofita, apunté y la alcancé con un beso furtivo. Me pregunté si sería el único que lo estaba haciendo. Después extendí la lengua, esperando tímidamente que se recostara en ella.

-¿Quién anda ahí? -gritó. Quizás había hecho ruido.

-¿Visko? -confesé, pasando por alto el «vitz». Porque si pronunciabas letras como «T», «L», «D», «N» o «Z» con la garganta seca, corrías siempre el riesgo de que la lengua pegajosa se te quedase pegada al velo del paladar.

-¿Y qué quieres? -silbó.

Con uno de los ojos independientes seguía mirándose al espejo, mientras con el otro me miraba el ojo que la miraba en el ojo que me estaba mirando. Le dije la verdad. Le dije que estaba hechizado por sus cromatóforos cutáneos y que me preguntaba cómo se podía ser tan creativo con las escamas. Ella me sonrió.

-No es difícil -respondió-. Para ser original hay que volver a los orígenes, saurio. El secreto para ser uno mismo es aceptar la renuncia. Vaciarse y dejarse llenar de nuevo. Si consigues eso, voilá, tus colores se pondrán a hablar, y, en lugar de signos de interrogación, podrás ponerle a ese ridículo nombre tuyo signos de exclamación. Yo soy ¡Ljuba!

Había pronunciado aquel difícil nombre sin titubeos, haciendo restallar la lengua como un látigo.

-¿Quieres dar un paseo? -me dijo de repente.

Me quedé de una pieza.

-¿Un paseo?

-Sí, es la estación del amor, y al fin y al cabo con vosotros lo mismo da uno que otro... Ven aquí.

No daba crédito a mi buena suerte. ¡Un mocoso como yo con aquella maga arborícela! Me acerqué y descubrí que mis colores imitaban los suyos: ¡bermellones, turquesas, amapolas; jaspeados, punteados, á pois! Caramba, me dije, esto debe de ser la felicidad. ¡Nada que ver con mis descoloridas compañeras de colegio! Por ella era capaz de escalar montañas, de enfrentarme a víboras y mangostas. Y si se confundía con el fondo... paciencia, era capaz de amar cualquier hoja, cualquier puesta de sol, cualquier flor, viendo en cualquier parte sus escamas, y a todo le daría aquel nombre impronunciable: ¡Llijuba! Me zambullí en aquel arco iris. Le acaricié los lóbulos dérmicos y me abracé a su cresta, me dejé transportar por sus ondulaciones y me abismé en el olvido, naufragando en sus exudaciones viscosas, adorando cada milímetro de aquellas escamas.

Bum.

Caímos de la rama y nos estrellamos sobre las espinas de una acacia silbadora. Pues bien, al día siguiente descubrí que también mi tonta ex prometida, Lara, tenía idénticas heridas, ¡y lo mismo pasaba con mi apagada y reprimida compañera de pupitre, Jana!

Entonces perdí las últimas certidumbres que me quedaban. Y en ese momento, por fin, me encontré a mí mismo. Aunque quizás no le haya reconocido.

Alessandro Boffa

4 comentarios:

Aquí su pendejo dijo...

gracias por el Link...

corresponderé en mi sitio con un piropo mejor que el tuyo...
por otra parte, recuerda a Replicante cuando pienses en México "un país en ruinas" y nada Wild,,,,
ahh

Anónimo dijo...

Agradable coincidencia.
Hoy platiqué contigo, no habia accesado tu blog, pero ya había pensado en Viskovitz.

Es como para cogerte con pinzas, Viskovitz.

Nacer no es nunca una experiencia agradable, pero para nosotros fue un cuarto de hora horrible. Tras habernos parido bruscamente, mamá nos miró con repugnancia y empezó por decir:
-¡Malditos monstruos, obras del demonio, criaturas infames!
Luego, elevando los quelíceros al cielo, prosiguió:
-¡Maldice, oh Todopoderoso, a esta indigna prole, y maldice su simiente, libra al universo de su obscena existencia y que el Maligno se apiade de ellos!
No es exactamente el tipo de ánimo que te esperas de una madre. De una mamá te esperas alguna arácnea forma de afecto, te esperas que te lleve a caballito, como hacen las mamás de los diablos escorpiones pequeños; esperas que te dé una educación. No que te escupa y desaparezca para siempre entre una nube de arena, dejándote con el postabdomen friéndose en medio del desierto.
Su sentido de la familia era tan escaso que ni siquiera nos dio nombres. Nos dejó solamente apellidos: Viskovitz, Zucotic, Petrovic y López.
No es de extrañar que, a pesar de ser hermanos, no nos sintiésemos realmente como tales, que decidiésemos enseguida disociar nuestros destinos y orientar nuestros apéndices en direcciones opuestas. Petrovic se dirigió al norte, López al sur y Zucotic hacia el este. Yo, Viskovitz, seguí la trayectoria del sol y me moví hacia occidente, a la conquista del Oeste.
Y de camino me preguntaba:
-¿Cómo me las arreglaré en un mundo tan competitivo sin tener familia, sin educación?
Mamá nos había parido en pleno desierto de Mojave, uno de los lugares más tórridos y secos de la América septentrional. La temperatura superficial superaba los setenta grados, y la humedad relativa se aproximaba a cero. Un sitio donde no puedes permitirte lágrimas.
De repente, los sensores de mis ocho patas captaron las vibraciones de un gigantesco animal que se movía hacia mí y que probablemente quería mi muerte.
Es una pena que me haya llegado ya el fin, me dije, qué lástima que mi nacimiento haya sido sólo una pérdida de tiempo. Los arácnidos no somos unos llorones como los mamíferos, pero la verdad es que mi primera reacción fue buscar el regazo de una mamá inexistente y ponerme a gimotear. Intenté esfumarme. Pero algo iba mal. Las patas, en lugar de seguir las órdenes de los ganglios cerebrales, conducían mi trasero exactamente en la dirección opuesta que yo deseaba, hacia el suicidio. ¿Cómo era posible que fuese tan torpe? Fui a dar de narices con aquel monstruo, y allí, consternado, vi cómo mi cuerpecito realizaba una serie de gestos rapidísimos, sobre los que no tenía ningún tipo de control. Al final el escarabajo yacía por tierra, con mi cola clavada en el cráneo, paralizado por el veneno. Movía todavía las antenas, pero yo había empezado ya a sorberle la linfa, a devorarle los apéndices.
Pero entonces, ¿quién era yo? La respuesta es obvia: un depredador, una alimaña programada para matar. Con un estremecimiento de terror, me di cuenta de que no tenía ningún poder sobre aquellas descargas de reflejos condicionados, sobre aquel instinto salvaje. ¿Era un monstruo?
Dos días después, mientras todavía estaba acabando de despulpar aquella presa, recibí la visita de otro escorpión, un adonis de aspecto insolente y por lo menos cinco centímetros de largo.
-No me gusta que se cace en mi territorio, mocoso -silbó-. Deja el escarabajo y lárgate.
En aquellos días había crecido considerablemente, pero no lo bastante como para poderme permitir ser descortés con un tipo como aquél. Era una de esas situaciones en las que no queda otro remedio que meter la cola entre las patas y bajar los palpos.
Quise decir:
-Perdone, señor, he nacido hace poco y no sabía que éste fuera su territorio, le pido una vez más excusas.
Pero la voz que se elevó de mis peines sonó en realidad así:
-No me gusta que me hablen en ese tono, extranjero. Veamos si tu cola es tan rápida como tu lengua.
Una vez más vi que mi propio cuerpo me desobedecía, y, consternado, me vi avanzar con las quelas oscilando y la cola amartillada, en posición de combate. Con los ocelos laterales vi que un grupo de termitas se reunía a nuestro alrededor para presenciar el duelo. ¿Qué podía hacer? Nada, sólo quedarme mirando, como aquellos peones, y confiar en que mis instintos supiesen lo que se hacían. Mi adversario se movió primero, pero su cola estaba todavía en el aire, a mitad de camino, cuando la mía ya descargaba su veneno.
-Llegarás lejos, chico -dijo entre estertores de agonía el vencido-. ¿Cómo te llaman?
-Mi nombre es Viskovitz -bufé.
Dejé aquel cadáver a los necrófagos, me lustré la cola e, instintivamente, me grabé una muesca en el primer somito. Caray, Viskovitz, me dije, caray.
Aquel duelo no fue más que el primero de una larga serie: cada vez que un escorpión demasiado petulante proclamaba ser el amo del territorio que yo pisaba, mi cola decidía indefectiblemente lo contrario. Todo aquel inútil derramamiento de linfa no habría sido necesario si yo hubiera sido un tipo sedentario, pero las mías eran las patas de un nómada solitario, y no podía hacer otra cosa que ir a donde me llevaran. Hasta que nadie osó interponerse en mi camino, y un día oí cómo un animal provisto también de quelas, que observaba a una prudente distancia, decía:
-Mira, hijo mío, aquél es Viskovitz, ¡la cola más rápida del Oeste!
La población de las dunas empezó a acudir a mí para enderezar entuertos y dirimir disputas, y había quien hubiera pagado cualquier precio, en presas o en territorio, para contar con mis favores. Pero lo que yo más deseaba era poner mi cola al servicio de la justicia, y así, cuando los honrados hermanos Earp me pidieron ayuda para proteger su pedacito de territorio de la ambición de los riquísimos y prepotentes hermanos Ewing, me puse de su parte de buen grado. En una hazaña que ya se ha hecho famosa, tras haber eliminado uno tras otro a sus sicarios, me enfrenté a los hermanos Ewing cerca de Boot Hill y los maté a los cuatro simultáneamente con un solo golpe de quelíceros, cola y mandíbulas. Si hubiera terminado así, sería una empresa de la que sentirse orgulloso. Pero cuando los cuatro hermanos Earp, radiantes de alegría por aquella victoria, vinieron a mi encuentro para darme las gracias… bueno, los maté también a ellos de un solo golpe de quelíceros, cola y mandíbulas.
Con el corazón desgarrado, les vi morir, y uno de ellos me dijo:
-Tú no puedes hacer nada, skorpio, es tu forma de ser, eres un paruroctonus maesanensis, una tosca forma de vida que ha sobrevivido sólo gracias a la velocidad de sus reflejos asesinos. No serías tan rápido si pudieses razonar acerca de lo que haces. Basta un nada, una vibración dentro de tu circunferencia crítica, y ¡zas!, tus obtusos reflejos golpean. Es la locura de este ecosistema, que produce máquinas tan incontrolables y estúpidas como tú, Viskovitz.
Luego era realmente cierto. Era un extraño dentro de mi propio cuerpo, impotente ante los automatismos de mi primitivo sistema nervioso. Exudé una lágrima y maldije mi suerte. Había acabado por comprender que el único servicio que podía prestar a mi gente era mantenerme alejado. Por eso Dios Nuestro Señor me había puesto en el desierto: para que hiciese el menor daño posible a sus criaturas.
Pero muy pronto alcancé la madurez sexual, y las patas empezaron a llevarme allá donde más alta era la concentración de feromonas femeninas. Un día encontré gran cantidad en el entorno de una escorpioncilla rosada llamada Lara, que tenía el preabdomen convexo y el telson piriforme. Al verme indeciso, quiso tranquilizarme:
-No tengas miedo, Visko, las feromonas sexuales inhiben el instinto depredador -rió.
Así pues, me fui acercando hasta casi tocarla. Por primera vez, entraba en mi circunferencia crítica un ser vivo y continuaba estándolo. Por primera vez, sentía el aliento de otro arácnido, el calor de su metabolismo. ¡Era un milagro, mi instinto asesino había sido domesticado por la belleza y el amor! Sentí la necesidad de comunicarle toda la emoción de mi alma, toda la ternura de mis sentimientos, pero lo único que conseguí expresar fue una burda y breve descarga de reflejos copulatorios, que además no dieron en el blanco.
-Lo siento, es evidente que en esta materia soy menos preciso que con la cola -farfullé.
-Son cosas que pasan, los escorpiones somos artrópodos más bien toscos, ya verás como con el tiempo nos entenderemos mejor.
-¿Con el tiempo? ¿Y que pasaría si la atracción sexual disminuyera? Podría volver el reflejo asesino.
-No disminuirá, ya lo verás. Y además, no creo que ese reflejo asesino sea algo que el psicoanálisis no pueda curar. Quiero vivir contigo, Visko, criar a tus hijos y envejecer a tu lado.
Por un instante vi mi vida bajo aquella nueva luz. Sería un padre de familia responsable, sentaría la cola de una vez y viviría en armonía con la comunidad. Los domingos asistiría a los oficios religiosos, sin asesinar a nadie durante el sermón, y Dios me bendeciría.
-De acuerdo, Lara. Hagámoslo. ¿Lara?
Pensé que se había quedado dormida. Sólo más tarde me di cuenta de que tenía mi aguijón hundido en su cráneo. Nuestra relación no había superado la prueba del tiempo. Considerándolo un gesto obligado, llevé el cadáver a su familia y busqué en mi yermo vocabulario algunas palabras de aflicción y de excusa, pero lo único que conseguí hacer fue matar cruelmente a sus padres y violar a su hermana. Realmente la vida social no estaba hecha para mí.
Aquel incidente no fue más que el primer desengaño de mi tormentosa vida sentimental, marcada por el fracaso de cualquier intento de mantener una relación afectiva estable, de construir una familia. Una y otra vez se repetía el mismo guión. Siempre llegaba el día en que, al volver de la caza, encontraba a mis seres queridos asesinados por algún bandido. Entonces, como es costumbre hacer en el Oeste, juraba venganza sobre su tumba y me ponía en marcha tras las huellas de los asesinos. Pero aquellas huellas siempre se cerraban sobre su propio círculo, llevaban a mí, el bandido era siempre yo, siempre yo el sanguinario verdugo. Ante la evidencia de mis delitos, buscaba en vano la venganza levantando la cola sobre mi propia cabeza: la palabra “suicidio” no formaba parte de mi vocabulario genético. Mi reflejo asesino se burlaba de mí. ¿Quién podía poner fin a aquellos horrores y hacer justicia?
Los escorpiones somos animales terminales en la cadena alimentaria, por lo que no podía esperar que me matara ningún depredador. Sólo una cola más rápida que la mía podía castigarme por mis pecados. Por fortuna, a raíz de los crímenes, los estupros y las carnicerías que continuaba cometiendo, se había puesto un alto precio a mi cabeza, y empezaban a aparecer los primeros asesinos a sueldo: las mejores colas de la zona se reunían formando cuadrillas de vigilancia e intentaban darme caza. Día tras día, mientras les fracturaba el cráneo, no perdía la esperanza de que me retara alguno verdaderamente avezado. Quizá alguno de mis hermanos, o incluso aquel padre al que nunca había conocido y que, violando a mi madre, había dado inicio a aquella maldición. Pero fue un perfil bien distinto el que vi aparecer un día por el horizonte.
Era negra como el veneno, llameante como el odio, bella como la muerte.
Bajó por la duna, silenciosa como un espejismo, desmadejándose como una odalisca, y se acercó amblando los tarsos y flexionando los escudos, con la majestad de una reina del desierto, con la malicia de una bruja carnívora. Se detuvo a cinco cuerpos de mí, apoyó sobre los tarsos los peines de los palpos y clavó en mí cuatro de sus ojos de langosta.
-No te engañes -silbó-. Estoy aquí para matarte.
Su olor me aturdía, me desarmaba, bloqueaba todos mis reflejos de defensa. Su subyugadora malicia me paralizaba como el veneno que inmoviliza a la presa antes de dar el golpe de gracia. Por fin había encontrado aquello que buscaba: mi derrota. Había llegado el momento de aceptar con gratitud el fin. Y, sin embargo, nunca había sido tan fuerte el deseo de vivir, nunca había tenido tanto sentido la existencia como en aquellos instantes. Y además, ¿qué utilidad tendría mi muerte, si sobrevivía aquella seductora diabólica, aquella máquina de exterminio aún más mortífera que yo?
Aquel pensamiento me proporcionó la furia necesaria para amartillar la cola y adoptar la posición de combate.
Permanecimos inmóviles observándonos fijamente, con mirada glacial y totalmente vacía, nuestros cuerpos entregados por entero al único poder que conocían, la ley de la cola, la única ley del Oeste. Siguió un largo silencio, sólo roto por el rumor de las patas de arañas, ácaros e insectos que se congregaban formando un círculo a nuestro alrededor, para seguir aquel rito tan antiguo como el desierto. El viento silbaba con un sonido siniestramente similar al de un degüello, un canto de muerte.
Entonces se produjo la vibración que esperaban nuestros reflejos asesinos.
Nuestros cuerpos se abalanzaron el uno contra el otro y… observamos pasmados cómo se acariciaban, se buscaban, se fundían en un abrazo tierno y explosivo.
Al final la más azorada era la depredadora.
-Nunca había sido humillada de esta forma, jamás me había sucedido… Te odio, Viskovitz.
-Tampoco tú me eres simpática, pero puedes llamarme Visko.
-Yo… soy Ljuba -dijo con un sonido sibilante.
Durante las horas, durante los días que siguieron, aquel duelo se repitió en numerosas ocasiones, siempre con el mismo resultado de paridad. La victoria estaba destinada a quien primero se cansase del otro. Ljuba estaba convencida de que le sucedería a ella, y no dejaba de echárseme encima para demostrármelo, hasta el punto de hacerme sentir bastante harto de ella; y entonces acababa por golpearla con la cola, aunque con tan poca energía que parecía una caricia. Seguimos así algunas semanas, hasta que un día le dije:
-Ljuba, está claro que entre nosotros existe una primitiva y tosca forma de pasión y que ninguno de los dos quiere ver muerto al otro. Por tanto, lo mejor para ambos será que nos separemos antes de que alguno salga realmente malparado.
-Creo que tienes razón, pero, ¿y los pequeños?
-¿Los pequeños? A ésos será mejor matarlos enseguida después del parto.
Ljuba parió una niñita negra y malvada como ella y un varoncito con la colita vivaz idéntico a mí. Habrá sido por aquel parecido, o quizá por algo relacionado con el olor, pero lo cierto es que no fui capaz de hacer caer la cola sobre ellos: cada vez que me disponía a matarlos, una descarga de reflejos involuntarios me forzaba a llevarlos a caballito, cantarles viejas baladas y preocuparme por su educación.
Todos los días, al amanecer, cuando veía a Ljuba enterrar a los pequeños bajo la arena para que conservaran la humedad, sentía horror. La primera vez que se pusieran a lloriquear, probablemente los mataríamos. Y si nosotros los defraudábamos, serían ellos quienes nos matarían. Tarde o temprano volaría alguna cola.
Todas las noches, al volver a casa de la caza con el corazón en un puño, me esperaba lo peor. En cambio, otras veces me sorprendía a mí mismo deseándolo, invocando la catástrofe.
Pero día tras día, un mes tras otro, la vida continuaba tranquila. Los pequeños seguían creciendo sanos y asesinando a sus compañeros de colegio, Ljuba y yo seguíamos adorándonos y haciendo auténticas escabechinas entre nuestros vecinos.
Todo seguía en armonía y no había forma de escapar a aquella intolerable, siniestra felicidad.

Petite dijo...

Uhm..gracias anónimo qien quiera que seas, había buscado más historias de BOffa y bueno...agradable regalo que me recuerda que si bien escribir no es lo mío...al menos se me retribuye en conocer nuevas personas y nuevas letras...sal del anónimato para poderte al menos dar las gracias o un saludo (digo si dices que platicamos hoy pues no eres tan anónimo) jajaj

Adrián Naranjo dijo...

Estaba por declarar mi encanto por el texto, cuando lei el de "Anonimo". Ya se me olvido el otro. La identidad es un agujero.